Procuró que la angustia no se
apoderase de él y dejó que los minutos transcurrieran, sin moverse. Cuando se
sintió preparado, empezó un lento movimiento de su brazo derecho hacia la
espalda; el golpe se la había dejado destrozada, pero no sabía ni quien, ni
cuando,… Calma. Poco a poco, ambos brazos empezaron a reconocer su propio
cuerpo y, de nuevo, algo en su interior se iluminó, y agradeció hacia sus
adentros el seguir vivo. Aún no se atrevía a levantarse cuando abrió los ojos.
Dejó pasar unos segundos pero la ansiada claridad no llegaba. De golpe, sintió
que la sangre corría de nuevo por sus atrofiados músculos y se puso de pie sin
esfuerzo: sabía que, de no moverse, la histeria le invadiría y se quedaría perdido
en el limbo de su locura.
Un paso, otro paso, una pared.
Ruido de cristales, rotos. Sigue sin haber luz. Instintivamente, tiende los
brazos hacia delante para hacerse consciente del espacio. Las paredes rezuman
una sustancia viscosa que le da escalofríos, así que decide hablar; quizás un
tímido sonido produzca el eco suficiente para hacerse una idea mental de esa
cárcel a la que no sabe cómo ha llegado. Pero la garganta no le responde;
intenta respirar como lo hizo cuando ella se ahogaba y no había nadie más para
salvarla, pero no puede. Sus pulmones parecen simples sacos ocupando el espacio
bajo su pecho. El vértigo se palpa cada vez más cerca y no puede evitar caer al
suelo. Asustado, pasa los brazos por encima de las rodillas y mete la cabeza entre
las piernas: sabe que esto le ayudará a recuperarse. Aún recuerda algunos de
los ejercicios que aprendió una noche de invierno, en un hotel a pocos metros
del Liceo. Pero está demasiado cansado y, sin llegar a entender el porqué, Miguel se siente, por un momento, en casa.
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