martes, 2 de abril de 2013

25.05.11


Procuró que la angustia no se apoderase de él y dejó que los minutos transcurrieran, sin moverse. Cuando se sintió preparado, empezó un lento movimiento de su brazo derecho hacia la espalda; el golpe se la había dejado destrozada, pero no sabía ni quien, ni cuando,… Calma. Poco a poco, ambos brazos empezaron a reconocer su propio cuerpo y, de nuevo, algo en su interior se iluminó, y agradeció hacia sus adentros el seguir vivo. Aún no se atrevía a levantarse cuando abrió los ojos. Dejó pasar unos segundos pero la ansiada claridad no llegaba. De golpe, sintió que la sangre corría de nuevo por sus atrofiados músculos y se puso de pie sin esfuerzo: sabía que, de no moverse, la histeria le invadiría y se quedaría perdido en el limbo de su locura.

Un paso, otro paso, una pared. Ruido de cristales, rotos. Sigue sin haber luz. Instintivamente, tiende los brazos hacia delante para hacerse consciente del espacio. Las paredes rezuman una sustancia viscosa que le da escalofríos, así que decide hablar; quizás un tímido sonido produzca el eco suficiente para hacerse una idea mental de esa cárcel a la que no sabe cómo ha llegado. Pero la garganta no le responde; intenta respirar como lo hizo cuando ella se ahogaba y no había nadie más para salvarla, pero no puede. Sus pulmones parecen simples sacos ocupando el espacio bajo su pecho. El vértigo se palpa cada vez más cerca y no puede evitar caer al suelo. Asustado, pasa los brazos por encima de las rodillas y mete la cabeza entre las piernas: sabe que esto le ayudará a recuperarse. Aún recuerda algunos de los ejercicios que aprendió una noche de invierno, en un hotel a pocos metros del Liceo. Pero está demasiado cansado y, sin llegar a entender el porqué, Miguel se siente, por un momento, en casa.

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